lunes, 29 de junio de 2009

PEDRO I DE CASTILLA. UN ENIGMA HISTORIOGRÁFICO I

Pedro I de Castilla. Un enigma historiográfico I

Datos y lagunas en torno al destino de los restos del rey Pedro I

Covadonga Valdaliso Casanova

I – La problemática asociada al estudio de Pedro I de Castilla.

Mucho se ha escrito, a lo largo de más de seiscientos años, sobre el rey Pedro I de Castilla. Y, sin embargo, tras los millares de páginas manuscritas e impresas, tras las incontables horas de estudio que se le han dedicado, hoy nos vemos obligados a admitir que poco sabemos del monarca. El título del presente trabajo pretende, precisamente, reflejar este hecho. Quizá el propio misterio que envuelve al personaje constituye parte de su atractivo. Quizá por ello son tantas las personas que se han propuesto, de algún modo, resolverlo o, al menos, comprenderlo. O quizá el encanto del misterio en si es lo bastante fuerte para hechizar, para atrapar, para hacer que se penetre en un campo de brumas sin pretender despejarlas. Cabría entonces preguntarse si estudiar este período de la historia del antiguo reino de Castilla ayuda a avanzar en nuestro conocimiento del pasado, o si tan solo nos adentramos, una y otra vez, en un laberinto sin centro. Sea como fuere, pocos son los monarcas medievales que han merecido y merecen tanta atención por parte de historiadores, literatos y aficionados a la Historia. Menos aún los que alcanzan su grado de popularidad.

Cuando un historiador comienza a aproximarse a la figura de Pedro I de Castilla se encuentra de antemano con una serie de obstáculos. El primero de ellos viene dado por el halo legendario que rodea al personaje. Se puede decir que se trata de un monarca, consciente o inconscientemente, mitificado, a nivel histórico y literario. Ello hace que sea conocido, recordado, estudiado: ello le hace presente. Pero también le aleja, pues las leyendas, de origen difícil de rastrear, crean parte de las brumas que nos distancian del personaje real. Un segundo obstáculo lo constituye la parcialidad que se manifiesta tanto en las fuentes para el estudio del monarca y de su reinado como, y en consecuencia, en la historiografía y a nivel popular. El enfrentamiento entre petristas y antipetristas que se originó en vida de don Pedro ha perdurado hasta nuestros días, en los documentos, en la historiografía, en los romances y en la memoria colectiva. Casi todo el que se acerca a Pedro I lo hace atraído por su supuesta crueldad, o con intención de encontrar una defensa frente a las acusaciones que se le formularon. Los juicios sobre su persona, de cariz ético o moral, siguen emitiéndose. Lo mismo puede decirse de su reinado.

La distinción entre el estudio de la figura de Pedro I, de su vida, su personalidad y su carácter, y el estudio de su reinado es también un asunto problemático, en este caso ya competencia directa de los historiadores. Aparentemente la compleja personalidad del monarca repercutió en todos y cada uno de los elementos de su gobierno. Pero esta es una afirmación hoy difícil de aceptar, al menos sin reservas. Se cuestiona, por ejemplo, que la administración estuviese en esa época lo suficientemente centralizada como para que el carácter del rey influyese de ese modo en la gobernación. Sería erróneo hablar abiertamente de un gobierno personalizado en la Castilla de mediados del XIV. Puede aceptarse que las guerras condicionaron un reinado ya de por si difícil, inscrito en las coordenadas de la crisis bajomedieval: los conflictos se sumaban a las hambrunas y las epidemias, multiplicando las muertes. Si se responsabiliza a Pedro I de los múltiples enfrentamientos bélicos que tuvieron lugar en sus casi veinte años de mandato, ha de admitirse que el monarca queda muy lejos del ideal monárquico del Medievo, el rey-juez responsable de la paz. A ello suele sumarse la supuesta tendencia, iniciada ya por Alfonso XI y continuada por don Pedro, al llamado “autoritarismo regio”, causa aparente de los múltiples ajusticiamientos llevados a cabo por el monarca con la intención de someter a la gran nobleza[1].

Con todo, este tipo de valoraciones un tanto generalizadoras del reinado van perdiendo fuerza en los últimos estudios, que muestran una propensión a adentrarse en temas más teóricos, como el establecimiento de un modelo de monarca ideal para la baja Edad Media, las relaciones entre política, ética y moral, o el cuestionamiento de las bases del poder monárquico que sobrevino tras el advenimiento de la dinastía trastámara[2]. Las acusaciones formuladas contra Pedro I a lo largo de la llamada “guerra civil”, reflejadas en la documentación emitida por Enrique y su esposa Juana Manuel, y en los romances compuestos desde el bando trastámara, tenían como meta la elaboración de un programa de legitimación de los derechos al trono de Enrique mediante la ilegitimación de Pedro I. La propaganda trastámara intentó difundir la idea de que Pedro I era un rey ilegítimo simultáneamente por no tener derechos al trono – se decía que no era hijo de Alfonso XI sino de un judío llamado Pero Gil – y por haber hecho un uso inapropiado del poder, identificado con la tiranía[3]. En base a ello, el asesinato de Pedro I trató de hacerse lícito presentándolo como un tiranicidio, al mismo tiempo que se intentaba borrar la memoria del monarca, convirtiendo su reinado en un desgraciado paréntesis, destruyendo la mayor parte de los vestigios que de él pudieran quedar, y haciendo lo posible por pasar página, aunque sin éxito[4]. Sólo en este contexto se entienden la llamada “conspiración de silencio” que sobrevino tras su muerte, los enigmas que acompañan al regicidio y el misterio en torno al destino de sus restos mortales.



[1] Entre los siglos XIV y XV tuvo lugar en Castilla el paso de un sistema de gobierno de tipo contractual, característico de la Edad Media y basado en la idea de que el monarca se colocaba a la cabeza de la nobleza y gobernaba con su ayuda y asesoramiento, manteniendo un consenso con las otras fuerzas (clero y ciudades) materializado en las reuniones de los tres estados en Cortes, a un sistema de tipo centralista que colocaba al rey por encima de todos los componentes del reino y definía una autoridad única e incontestable, identificada con el llamado Estado Moderno. Este paso se habría puesto en marcha ya en época de Alfonso X el Sabio, y habría avanzado considerablemente en los gobiernos de María de Molina y, sobre todo, Alfonso XI. La historiografía mantuvo durante varias décadas una clara tendencia a mostrar a Pedro I como continuador de la política de Alfonso XI de control de la nobleza. En contraposición, Enrique II “el de las Mercedes” habría pactado con los nobles para conseguir el trono, debiendo pagar después el precio de su apoyo. Siguiendo esta versión de los acontecimientos, don Pedro aparecía como precursor de la política moderna, artífice de una ruptura prematura del sistema de gobierno contractual; mientras el Trastámara se presentaba como un reaccionario, responsable de la paralización de un proceso que sólo fraguaría en época de los Reyes Católicos. Don Pedro habría fracasado en su intento por imponer una monarquía de signo personalista, que pretendía ignorar a la nobleza, defender los intereses de los grupos mercantiles y tomar como base al pueblo llano. Véase sobre todo ello el capítulo correspondiente en José Ángel García de Cortázar, La época Medieval, Madrid, Ed. Anaya, 1988. Estudios más recientes señalan una continuidad de esta tendencia al autoritarismo regio en la política de los primeros Trastámara, si bien mediante otros mecanismos, convenientemente adaptados a su contexto. La gran nobleza sufrió a mediados del siglo XIV un importante revés, con la desaparición de la mayor parte de los linajes y el consiguiente debilitamiento del grupo (ver sobre ello Salvador de Moxó, “De la nobleza vieja a la nobleza nueva. La transformación nobiliaria castellana en la baja Edad Media”, Cuadernos de Historia 3 (1969), pp. 1-210), lo que llevaría a Enrique II a crear una corte de aristócratas emergentes, procedentes de familias de la llamada “pequeña nobleza”, que antes que frenar contribuirían a fortalecer el llamado autoritarismo monárquico. Del mismo modo, Alfonso XI y Pedro I se habrían apoyado también en una serie de personajes de origen modesto que desarrollaron a lo largo de sus reinados carreras políticas y diplomáticas sobresalientes, combinadas siempre con acciones militares, y formaron parte del consejo real, recibiendo como compensación multitud de privilegios y mercedes que les llevaron a colocarse a la cabeza de su estamento. Un mayor desarrollo de este tema en José María Monsalvo Antón, La baja Edad Media en los siglos XIV y XV. Política y cultura, Madrid, Ed. Síntesis, 2000, pp. 15-71.

[2] Sobre todos estos temas véase José Manuel Nieto Soria, Fundamentos ideológicos del poder real en Castilla (siglos XIII-XV), Madrid, EUDEMA, 1988.

[3] Enrique consiguió así conjugar dos elementos clave: el antisemitismo y las insatisfacciones de la nobleza. Un amplio desarrollo del tema en los trabajos de Julio Valdeón Baruque, “La propaganda ideológica arma de combate de Enrique de Trastámara (1366-1369)”, Historia, Instituciones, Documentos 19 (1992), pp. 459-467, y Mª del Pilar Rábade Obrado “Simbología y propaganda política en los formularios cancillerescos de Enrique II de Castilla”, En la España Medieval 18 (1995), pp. 223-239.

[4] Sobre los mecanismos de legitimación véase José Manuel Nieto Soria (dir.), Orígenes de la monarquía hispánica: propaganda política y legitimación (ca. 1400-1520), Madrid, Ed. Dykinson, 1999.

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