martes, 23 de marzo de 2010

Pedro I de Castilla. Un enigma historiográfico IV

Pedro I de Castilla. Un enigma historiográfico IV

Datos y lagunas en torno al destino de los restos del rey Pedro I

Covadonga VALDALISO CASANOVA

IV – Los misterios en torno a la muerte de Pedro I.

Hemos realizado un repaso de todas las fuentes conservadas con un claro objetivo: mostrar hasta qué punto es difícil para un historiador estudiar un aspecto, casi diríamos cualquier aspecto, del reinado de don Pedro. En el caso de la muerte del monarca el problema se vuelve aún, si cabe, más complejo; porque el regicidio es el hecho clave, el punto de partida: todo estudio parte de la irreversible, definitiva e innegable muerte de Pedro I. Cualquier intento de análisis, del monarca o de su reinado, en el siglo XIV o en la actualidad, se ubica después de que el rey fuese asesinado: cuando Pedro López de Ayala redactaba su crónica los Trastámara gobernaban porque don Pedro había muerto a manos de Enrique; cuando un individuo del siglo XV se proponía escribir sobre el período 1350-1369 partía de la idea de que el reinado de don Pedro representó el fin de una dinastía que se truncó con la muerte del monarca; cuando un historiador actual se acerca a Pedro I es consciente de que no va a abordar a un monarca cualquiera, sino a uno que fue asesinado para arrebatarle el trono. De este modo, siempre se intenta justificar, comprender o condenar su muerte. El regicidio acaba por ser el principal elemento de su memoria.

A esta afirmación se suma un hecho también directamente asociado a la muerte de don Pedro: matar, fuese cual fuese el motivo, en el siglo XIV no era legal. Una autoridad podía ajusticiar; un guerrero en batalla podía ejecutar; pero matar a un rey para hacerse con su trono era, desde cualquier punto de vista, inadmisible. Por ello Enrique de Trastámara tuvo que ocuparse, mientras intentaba sofocar los últimos focos petristas, de encontrar la manera de presentar como lícitos el regicidio y su consiguiente presencia en el trono. Sus argumentos parecen haberse fraguado en los años anteriores, a lo largo de su enfrentamiento con don Pedro, cuando ya las acusaciones de crueldad y tiranía servían para atraer partidarios a su bando. Probablemente la idea del asesinato apareció en su mente como única solución, aunque no sabemos en qué momento. Desde luego ya era clara la noche en que, según todos los cronistas mediante un engaño, consiguió atraparle y matarle. A partir de ahí debió enfrentarse directamente al hecho, y justificarlo.

Justificar un regicidio era algo tan difícil como inusual en el siglo XIV. El asesinato de un monarca era ilícito; pero la propia muerte del rey, ya fuese accidental, en combate, por enfermedad o natural, constituía un suceso traumático. Las epidemias, guerras y hambrunas de la baja Edad Media habían hecho de la muerte una presencia constante; y paralelamente se forjaban una serie de ideas en torno a la etapa posterior: la salvación del alma, la existencia del Purgatorio, la espera del Juicio Final,… Profundamente sumergidos en la mentalidad cristiana, los hombres de la Edad Media consideraban la vida en la Tierra un período de prueba en el que se decidía el destino eterno. Daban una extraordinaria importancia a la llamada “buena muerte”, esto es, morir en paz, habiendo confesado, teniendo la conciencia limpia, el perdón de los vivos, el espíritu preparado para el viaje al Más Allá. Pero también después de la muerte el difunto necesitaba ayuda en su camino; de ahí los largos testamentos, encabezados por invocaciones, cargados de encargos. Se destinaban bienes y dineros a obras de caridad, misas y rezos para expiar los pecados y ganar la salvación. De este modo los muertos no se iban del todo, y su memoria quedaba entre los vivos. Paulatinamente fue haciéndose más importante que dicha memoria se cuidase, y así surgieron las estatuas de las urnas funerarias, cada vez más cercanas al retrato, y la institución de capellanías, para que los religiosos rezasen por el alma del difunto. El lugar de enterramiento cobraba también gran importancia, pues las gentes preferían ser enterradas en iglesias, monasterios o conventos. Y, si todo esto era importante para un mercader o para un noble, lo era mucho más en el caso de los reyes.

Emilio Mitre señala, en relación a la muerte de los monarcas bajomedievales, que “la especial forma como se ha percibido ese trance (…) implica también una referencia a la memoria que sobre un determinado personaje se ha forjado. Estaríamos así hablando de una suerte de fabricación de la muerte a la medida del recuerdo inmediato o mediato legado por el difunto. O a la medida de unos particulares intereses ideológicos”[1]. Si, de algún modo, la muerte del rey se elaboraba a posteriori, en el caso de don Pedro dicha elaboración ha de resultar, cuando menos, sospechosa, por cuanto obra de sus enemigos. La oscuridad en que se sumergen los últimos meses de vida del monarca, su asesinato y el destino de sus restos mortales no son casuales ni accidentales. A lo largo de más de setenta años el cadáver de Pedro I no contó con un enterramiento digno de su rango; paralelamente, en ese período se construía la Capilla de los Reyes Nuevos de la catedral de Toledo, destino final de los primeros Trastámara. Si justificar el regicidio requería un complejo programa propagandístico, eliminar la memoria del monarca requería hacer desaparecer su rastro, condenarle al olvido, desterrar su recuerdo y, también, sus restos mortales.

Esta condena de la memoria constituye la base del presente estudio. Por ello no entraremos a analizar las circunstancias del regicidio[2], sino que nos centraremos en tratar de, si no desvelar, exponer y analizar las incógnitas que rodean al destino final de sus restos mortales. Para ello cobra especial importancia saber, antes de nada, cuál fue su primer destino; es decir, en qué lugar exacto debemos ubicar el lugar en que Pedro I fue asesinado. Tradicionalmente dicho lugar se viene identificando con la localidad de Montiel, en Ciudad Real, tomando como base las diferentes crónicas que así lo indican. Repasaremos detenidamente cada uno de estos escritos tratando de reconstruir los últimos movimientos de don Pedro, averiguar cuál fue el tratamiento dado a su cadáver, y qué ocurrió después. Hemos de decir, de antemano, que la escasez de fuentes para este tema es tan frustrante como significativa: la importancia que para Enrique II tuvo en su día ocultar los hechos está directamente relacionada con su programa de eliminación de la memoria de don Pedro. Queda por saber si hubo otros que, desde el bando petrista, pretendieron hacer todo lo contrario.



[1] Emilio Mitre Fernández, Una muerte para un rey: Enrique III de Castilla (Navidad de 1406), Universidad de Valladolid - Ed. Ámbito, 2001, p. 14. El autor distingue muerte para un rey y de un rey: la segunda recogería los detalles que rodearon el evento, las circunstancias que provocaron el fallecimiento, la descripción de la liturgia, etc. Las frases citadas se refieren a la primera.

[2] Varios autores lo tratan, pero recomendamos en especial la lectura de Juan Bautista Sitges, Las mujeres del rey don Pedro, pp. 455-473.