domingo, 4 de julio de 2010

Pedro I de Castilla. Un enigma historiográfico VI

Pedro I de Castilla. Un enigma historiográfico VI
Datos y lagunas en torno al destino de los restos del rey Pedro I

Covadonga VALDALISO CASANOVA

VI – El enigmático destino de los restos mortales ii.

El 8 de marzo del año 1446 Constanza de Castilla, nieta de Pedro I por vía ilegítima, obtuvo autorización del rey Juan II para trasladar los restos de su abuelo de Puebla de Alcocer a Santo Domingo el Real de Madrid[1], en donde reposarían junto a los de su hijo y padre de Constanza, el polémico Juan de Castilla[2], y a los suyos propios. En la iglesia de Santiago de Puebla de Alcocer un nicho vacío puede identificarse con el lugar de enterramiento de don Pedro hasta 1446. Los restos que allí se encontraban sufrieron, tras su traslado, muchos avatares[3]. Se sabe que el primitivo sepulcro del siglo XV fue sustituido por otro en 1504, dentro del programa de rehabilitación de la memoria de Pedro I llevado a cabo por los Reyes Católicos. Un incendio a principios del siglo XVII obligó a reubicar la disposición de las tumbas en la iglesia: la estatua de don Pedro pasó a los subterráneos del convento y los restos se colocaron en una urna situada en una hornacina al lado del Evangelio. Esta urna pasó después también a los subterráneos, hasta ser trasladada al coro, al lado del sepulcro de doña Constanza, en el año 1845. En 1868 el convento de Santo Domingo fue demolido y las urnas de don Pedro, don Juan y doña Constanza, junto con las estatuas, se llevaron al Museo Arqueológico Nacional. Los restos de Pedro I estuvieron abandonados en los almacenes del museo hasta ser depositados en la catedral de Sevilla, junto a los de María de Padilla y los de su hermanastro don Fadrique[4].

Estos restos “oficiales” de don Pedro, que reposan finalmente en el lugar en que el rey quiso ser enterrado[5], pueden no corresponderse con los auténticos. Diferentes cronistas nos dicen que don Pedro fue degollado[6] y que su cabeza se perdió[7]. De ser ello cierto, debería conservarse un esqueleto sin cabeza. Por otro lado, los numerosos traslados a que se ha visto sometida la urna desde 1446 podrían haber llevado a que los restos se confundiesen con otros, o a que simplemente fuesen sustituidos[8]. Tenemos, entonces, unos restos dudosos cuya trayectoria seguimos sólo a partir de 1446, y parcialmente. De no ser los auténticos, ¿dónde se encuentran los restos de Pedro I?

De entrada, comencemos fijando unas coordenadas cronológicas: el 29 de mayo de 1374 Enrique II redactó un testamento en el que se decía que los restos de don Pedro, muerto en la batalla de Montiel, estaban en la villa de Montiel, y se daba la orden de que cerca de la villa se edificase un monasterio, en el Camino de Santiago, y se estableciese una capellanía para rezar por el alma del monarca difunto[9]. No ha quedado constancia de que se cumpliesen las disposiciones testamentarias de don Enrique, quien murió en 1379; de donde puede deducirse que en los cinco años que median entre el testamento y la muerte del monarca el cadáver de Pedro I, o lo que quedaba de él, pudo ser llevado a Puebla. Como ya se señaló, los cronistas del siglo XV que afirman que el cuerpo fue trasladado a Puebla de Alcocer no dicen en qué momento se llevó a cabo dicho traslado[10]. Se tiene noticia de que en 1388 doña Constanza, hija de don Pedro, acabada la guerra Castilla-Inglaterra fue a rezar ante el sepulcro de don Pedro en Puebla de Alcocer[11]. Aceptando esto, debemos suponer que en el lapso de tiempo que media entre 1374 y 1388 el cuerpo se llevó del Montiel de Ciudad Real a Puebla, en donde se instaló una capilla dotada de personal que se ocupaba de rezar por el descanso del alma del difunto. Todo lleva a pensar que la manutención de dicha capilla, así como el traslado, fueron obra de los aún numerosos partidarios del monarca. Pero si continuásemos por este camino entraríamos en el peligroso mundo de las hipótesis, y los datos son demasiado escasos para sustentarlas.

Además, a medida que nos adentramos más y más en el tema los enigmas parecen multiplicarse. En primer lugar, no sabemos a ciencia cierta qué hizo don Pedro en sus últimas semanas de vida, ni encontramos lógica alguna en sus movimientos. En segundo lugar, se nos escapa el motivo que condujo a que el cadáver del monarca fuese llevado del Montiel de Ciudad Real a Puebla de Alcocer. En tercer lugar, no hay constancia documental de dicho traslado. Se puede imaginar que, en el caos posterior al regicidio, algunos petristas se llevaron secretamente el cadáver, probablemente sin cabeza, de Pedro I para enterrarlo en un lugar seguro[12], haciéndoselo saber después a los partidarios del monarca asesinado, entre los que lógicamente se encontraría su hija. Enrique, según esta hipótesis, no tendría noticia de ello, y seguiría pensando en 1374 que los restos estaban aún en Montiel. De lo contrario, el traslado habría tenido lugar posteriormente, quizá por no cumplirse a la muerte de Enrique II el deseo del monarca de dotar a su hermanastro de un entierro digno; o quizá con anterioridad, haciendo que las disposiciones del testamento quedasen en 1379 obsoletas[13]. La ubicación de estos restos, vestigios olvidados de la memoria de don Pedro, probablemente no era un secreto en el siglo XV. La austeridad del enterramiento habría llevado a su nieta Constanza a organizar el traslado[14]. Pero quedan dos cuestiones en el aire: la razón por la que los restos se encontraban en Extremadura, y las circunstancias que acompañaron su traslado allí.

Ante un hecho tan insólito y difícil de justificar como el asesinato de Pedro I debieron generarse al menos dos respuestas: la de aquellos que pretendían mitificar sus repercusiones y pasar página cuanto antes, y la de aquellos que querían vengar la muerte y preservar la memoria del monarca. Para Enrique de Trastámara tan importante debió ser, en un primer momento, demostrar que Pedro I había muerto para poner fin a la guerra, como hacer que fuese olvidado pronto. Las disposiciones de su testamento, redactado cuando los focos petristas en Castilla estaban prácticamente sofocados, parecen apuntar antes a un lavado de conciencia que a un verdadero intento de rehabilitación de la memoria de su hermanastro. En lo que respecta a los fieles a don Pedro, hacia 1374 unos estaban huidos y otros presos, y sólo entrado el reinado de Juan I cobraron fuerza suficiente para defender su causa, aún no del todo perdida. Visto de este modo, el traslado de los restos de Montiel a Puebla pudo realizarse entre 1379 y 1388, en vísperas de la llegada al trono – si bien por matrimonio con el heredero trastámara – de la nieta del monarca. Pero persiste la gran incógnita: el porqué del traslado. Y, ante ello, surge de nuevo la hipótesis de que dicho traslado nunca hubiese tenido lugar; pues don Pedro pudo morir allí, en Extremadura.

Tan solo la aparición de algún vestigio material relacionado – o susceptible de ser relacionado – con la muerte de don Pedro, o de un documento revelador y fiable podría esclarecer los hechos. Hasta que eso suceda, resulta muy difícil resolver cualquiera de los enigmas que rodean tanto a la muerte del monarca como al destino de sus restos. Lo que quisiéramos subrayar es que debemos dudar de lo que nos dicen las fuentes que conservamos. En primer lugar, porque se contradicen entre si, como hemos visto, ofreciendo diferentes versiones sobre los últimos días de Pedro I. En segundo lugar, porque todas ellas insisten, de manera un tanto sospechosa, en señalar dos lugares distantes y aparentemente dispares en orden inverso: si Ayala nos dice que don Pedro pasó por Puebla de Alcocer y murió en Montiel, otros cronistas afirman que murió en Montiel y fue trasladado a Puebla. Tras la atenta lectura de los textos, y especialmente del de Pedro López de Ayala, se concluye no ya que poco nos dicen, sino que algo ocultan. Probablemente tras esa ocultación o, más concretamente, tras el porqué de esa ocultación, se encuentren las respuestas.


[1] Cuando Constanza obtiene el permiso la capilla de Puebla de Alcocer contaba con cuatro capellanes, un sacristán y varios servidores.

[2] Constanza era priora del convento. Sobre el traslado y la capilla véase del Pilar Rábade Obradó, “Religiosidad y memoria política: las constituciones de la capilla de Pedro I en Santo Domingo el Real de Madrid (1464)”, En la España Medieval 26 (2003), pp. 227-261. Juan de Castilla es un personaje misterioso, cuyo origen fue manipulado por sus descendientes en el siglo XVI, pretendiendo que había sido legítimo, fruto de la breve y discutible unión entre Pedro I y Juana de Castro.

[3] Sobre todo ello véase Gonzalo Moya, Don Pedro el Cruel. Biología, política y tradición literaria en la figura de Pedro I de Castilla, Madrid, Ed. Júcar, 1974.

[4] En 1968 se realizó un estudio de estos restos, publicado en Gonzalo Moya, Don Pedro el Cruel, pp. 111-124.

[5] Así lo expresó en su testamento.

[6] En la Cuarta Crónica y en el escrito del Despensero se dice que Enrique le cortó la cabeza.

[7] Salazar, como vimos, afirma que se perdió en el río. Otros autores dicen que fue arrojada a las calles, como recoge Zurita.

[8] Al parecer cuando el convento de Santo Domingo se abandonó el nicho fue profanado, llegándose incluso a arrancar los dientes del cráneo con unas tenazas de carpintero. Ver de Juan Bautista Sitges, Las mujeres del rey don Pedro, p. 470.

[9] Resulta un tanto sorprendente que pasados tan solo cinco años del regicidio Enrique quisiese dar un entierro digno al cadáver de don Pedro. En el testamento se establecen, asimismo, una serie de disposiciones para devolver sus posesiones a algunos petristas. El cronista francés Froissart dice que el cuerpo de don Pedro permaneció tres días insepulto, y que al cuarto fue enterrado en el atrio de la iglesia de Montiel.

[10] Los escritos son posteriores a 1446, pues ya hablan del segundo traslado, llevado a cabo por doña Constanza.

[11] Es el cronista francés Froissart el que da la noticia. Sin embargo, también dice que de allí los restos fueron trasladados a Sevilla. Constanza era hija de Pedro I y María de Padilla, y quedó como heredera del reino tras la muerte de su hermana Beatriz, según las disposiciones del monarca.

[12] Una de las crónicas afirma que su cuerpo sin cabeza fue depositado en unas tablas sobre las almenas del castillo y quedó allí expuesto varios días.

[13] Pensemos que Enrique murió tan solo diez años después que Pedro, un lapso de tiempo muy breve en el que los enfrentamientos con los petristas fueron prácticamente constantes, al menos en el primer período de su mandato.

[14] En este aspecto no debe dejar de tenerse en cuenta que la institución de la capilla tenía el claro objetivo de ensalzar a la descendencia del monarca, entroncándola directamente. Véase del Pilar Rábade Obradó, “Religiosidad y memoria política”.

sábado, 22 de mayo de 2010

Pedro I de Castilla. Un enigma historiográfico V

Pedro I de Castilla. Un enigma historiográfico V
Datos y lagunas en torno al destino de los restos del rey Pedro I

Covadonga VALDALISO CASANOVA

V – El enigmático destino de los restos mortales.

Se tiene noticia de apenas dos documentos expedidos por Pedro I en el año de su muerte, y ninguno de ellos sirve para esclarecer lo que ocurrió en las semanas precedentes al regicidio, pues están datados en Sevilla en el mes de enero[1]. Hacia febrero debió don Pedro comenzar a planificar su salida de la ciudad, ocupándose primero de abastecer Carmona para dejar allí a sus hijos, y después de hacer acopio de fuerzas para librar a Toledo del cerco del Trastámara. Sobre los últimos movimientos del monarca la versión más aceptada, y la más cercana a los hechos de entre aquellas que conservamos, es la que nos ofrece Ayala en su crónica:

“En este año sobredicho el rey don Pedro, antes que partiese de la cibdat de Sevilla, levo sus fijos e su tesoro todo e muchas armas a la villa de Carmona, e dexo con ellos omes de quien se fiaba. E despues que esto ovo fecho partio de Sevilla, e vino para Alcantara, e alli recogio conpañas por que auia enviado (…). El rey don Enrique, estando en el real que tenia sobre la cibdat de Toledo, sopo que el rey don Pedro queria partir de la cibdat de Sevilla, e queria en todas guisas venir a acorrer la cibdat de Toledo: e envio luego sus cartas (…) caballeros que estaban en Cordoba, que luego sopiesen que el rey don Pedro partiese de Sevilla, que ellos partiesen de Cordoba, e viniesen siempre en par del, poniendo sus guardias como cumpliese…”

Ayala nos ofrece dos relatos paralelos: el que se ocupa de don Pedro y el que narra los movimientos de don Enrique. Mientras el primero se dirige de Sevilla a Alcántara, el segundo ordena a algunos de sus partidarios que le sigan sin ser vistos.

“…e todos los otros, luego que sopieron que el rey don Pedro partiera de Sevilla, partieron de Cordoba, e tovieron siempre su camino allegandose a Toledo, segund que el rey don Pedro facia. E quando el rey don Pedro llego a la Puebla de Alcocer, que es en la comarca e tierra de Toledo, ellos llegaron a Villareal, que estaba por el rey don Enrique, que esta a diez e ocho leguas de Toledo (…). E el rey don Enrique, que estaba en el real que tenia sobre la cibdat de Toledo que tenia cercada, sopo por cierto como el rey don Pedro llegara a Alcantara, e avia alli recogido las compañas que le venian de Castilla, e era ya en la Puebla de Alcocer…”

De Alcántara marchó el rey a Puebla de Alcocer, aunque no sabemos con qué motivo. Probablemente don Pedro trataba de reunir más tropas antes de presentar batalla, y debió de ser Puebla un lugar en donde se sentía seguro. Enrique, que buscaba un enfrentamiento directo, fue a su encuentro. Don Pedro no sabía que le habían estado siguiendo:

“E partio el rey don Enrique de Orgaz, e luego supo como el rey don Pedro pasara por el campo de Calatrava, e era cerca de un lugar e castillo de la orden de Santiago que dicen Montiel (…) pero le decian que queria desviar el camino que primero troxiera e ir camino de Alcaraz, que estava por el, pero non lo sabia cierto”

Este Montiel que quedaba camino de Alcaraz parece corresponder con la localidad manchega. En apoyo de la hipótesis, Ayala nos dice que el petrista Martín López fue al encuentro del rey pero se encontró con los huidos, cuando ya era demasiado tarde, en Baeza:

“Luego que la batalla de Montiel fue desbaratada, segund dicho es, algunos de los del rey don Pedro que partieron de alli fallaron a Martin Lopez de Cordoba, que el rey ficiera Maestre de Calatrava, en Baeza, que venia con compañas al rey don Pedro para ser con el en la batalla”

Señalando en el mapa todos los lugares que cita Ayala, la intención de don Pedro de socorrer Toledo parece haber dado paso a un extraño periplo, según el cronista en busca de refuerzos, que le llevó hasta el castillo de Montiel:

La versión de Ayala nos deja, como vemos, varios enigmas sin resolver. En primer lugar, no queda muy claro porqué don Pedro fue a Puebla de Alcocer, ni porqué se demoraba tanto en socorrer Toledo. En segundo lugar, no dice nada respecto al cadáver del monarca. Sin embargo, parece coincidir con el escrito de Gutierre Díaz de Games quien, en la citada Crónica de Pero Niño, señala que:

“Salio de Sevilla, e tales nuevas ovo que ni pudo yr a Toledo ni tornar a Sevilla. Fuese para Montiel, que tenia ya el bastezida. Saliole al camino el rey don Enrrique. Alli ovieron vna poca de fazienda amos reyes, a la entrada de Montiel…”

La crónica del Despensero y la llamada Cuarta Crónica aportan, probablemente por basarse en una misma y desconocida fuente, otra versión del itinerario seguido por don Pedro en sus últimos días de vida. Según estos textos, el monarca habría salido de Carmona en dirección a Córdoba, en donde ya se habría enfrentado con los partidarios de don Enrique, y de allí habría tomado camino a Jaén, pasando después por Baeza y Úbeda camino de Montiel. En ambos escritos se afirma, por tanto, que el rey se dirigió hacia el Este, que murió en el campo de Montiel, que don Enrique “lo degolló e le cortó la cabeça”, y que sus restos fueron llevados a Puebla de Alcocer. Dado que los dos textos deben situarse en el siglo XV, el traslado a Puebla no puede ubicarse cronológicamente: o se llevó el cuerpo inmediatamente después del regicidio, o un tiempo, no sabemos cuánto, después.

Interesante resulta también el relato de los hechos que ofrece Lope García de Salazar:

Título de cómo el rey don Pero salió de Sevilla para acorrer a Toledo e cómo fue vençido e muerto por el rey don Enrique

“En el año del Señor de mil CCCLXIX años, en el mes de março, partió el rey don Pero de Sevilla para ir acorrer la çiudad de Toledo. E llegado açerca de Montiel, aquella que antiguamente fuera llamada Selva, que quiere dezir en latín monte, el Rey, toviendo derramada su gente por las aldeas e por descansar e como venía de camino, no se temiendo de cosa porque tenía qu'el rey don Enrique no dexaría la çerca de Toledo, el rey don Enrique, sopiendo su venida, dexó recaudo sobre la dicha çiudad e andovo noches e días con las más gentes que pudo, andando de noches con achas e candelas e linternas ençendidas e del día por los logares desbiados de los caminos, e falló al rey don Pero a mal recaudo, como dicho es; e quando lo vio, no pudo recoger todas sus gentes ni las más d'ellas porqu'el día llegaron sobre él. E con todo púsose en batalla mucho esforçadamente. [col. b] Pero commo con él eran pocos e con el rey Enrique muchos e venían aperçevidos, luego fueron desbaratados el rey don Pero e los suyos; e él e los mejores que con él eran metiéronse en el castillo e villa de Montiel, donde luego fue çercado. (…) cortóle la caveça e fízola echar en un río, donde nunca pareçió, e el cuerpo levaron a la Puebla de Alcoçer”

Llegados a este punto podemos, y quizá debemos, preguntarnos porqué existen dos versiones diferentes sobre los últimos movimientos de Pedro I. Sin embargo, y para no complicar demasiado el asunto, quedémonos con que ambas coinciden en que el monarca fue asesinado en Montiel, Ciudad Real. Tanto los itinerarios propuestos por las crónicas para los últimos movimientos del rey como la información que ofrecen los cronistas así lo señalan. Con todo, algunos datos han llevado a que se formulen hipótesis sobre la posible ubicación del castillo de Montiel en Extremadura. Hipótesis apoyadas por la existencia cerca de Puebla de un lugar llamado Atalaya de Montiel. Para esclarecerlo debería partirse de lo poco que los cronistas nos ofrecen. El Despensero, por ejemplo, señala que don Pedro llegó al castillo y:

“E vido escrito en letras goticas en una piedra que estava en la torre del omenage del dicho castillo que decia – Esta es la torre de la Estrella – e como lo leyo, viose perdido, porque muchas veces le avian dicho grandes astrologos que en la torre de la Estrella avia de morir”.

Salazar, como vimos, nos dice que este Montiel se llamaba antes Selva. Ayala señala que pertenecía a la orden militar de Santiago. Gutierre Díaz, en aparente contradicción, afirma que don Pedro ya había abastecido el castillo. El análisis pormenorizado de todas las crónicas, unido a una investigación que revele ciertos datos sobre la topografía y la situación de ambos lugares en el siglo XIV, podría quizá llevar a determinar si hablamos de La Mancha o de Extremadura. Pero sobre todo ello prevalece la idea de que los cronistas creían – o querían hacernos creer – que el destino final del monarca fue Montiel, Ciudad Real. De este modo, parece que lo más enigmático es cómo llegaron los restos a Puebla de Alcocer.



[1] Véase Luis Vicente Díaz Martín, Colección Documental de Pedro I de Castilla (1350-1369), Vol. 4, Año 1369.

martes, 23 de marzo de 2010

Pedro I de Castilla. Un enigma historiográfico IV

Pedro I de Castilla. Un enigma historiográfico IV

Datos y lagunas en torno al destino de los restos del rey Pedro I

Covadonga VALDALISO CASANOVA

IV – Los misterios en torno a la muerte de Pedro I.

Hemos realizado un repaso de todas las fuentes conservadas con un claro objetivo: mostrar hasta qué punto es difícil para un historiador estudiar un aspecto, casi diríamos cualquier aspecto, del reinado de don Pedro. En el caso de la muerte del monarca el problema se vuelve aún, si cabe, más complejo; porque el regicidio es el hecho clave, el punto de partida: todo estudio parte de la irreversible, definitiva e innegable muerte de Pedro I. Cualquier intento de análisis, del monarca o de su reinado, en el siglo XIV o en la actualidad, se ubica después de que el rey fuese asesinado: cuando Pedro López de Ayala redactaba su crónica los Trastámara gobernaban porque don Pedro había muerto a manos de Enrique; cuando un individuo del siglo XV se proponía escribir sobre el período 1350-1369 partía de la idea de que el reinado de don Pedro representó el fin de una dinastía que se truncó con la muerte del monarca; cuando un historiador actual se acerca a Pedro I es consciente de que no va a abordar a un monarca cualquiera, sino a uno que fue asesinado para arrebatarle el trono. De este modo, siempre se intenta justificar, comprender o condenar su muerte. El regicidio acaba por ser el principal elemento de su memoria.

A esta afirmación se suma un hecho también directamente asociado a la muerte de don Pedro: matar, fuese cual fuese el motivo, en el siglo XIV no era legal. Una autoridad podía ajusticiar; un guerrero en batalla podía ejecutar; pero matar a un rey para hacerse con su trono era, desde cualquier punto de vista, inadmisible. Por ello Enrique de Trastámara tuvo que ocuparse, mientras intentaba sofocar los últimos focos petristas, de encontrar la manera de presentar como lícitos el regicidio y su consiguiente presencia en el trono. Sus argumentos parecen haberse fraguado en los años anteriores, a lo largo de su enfrentamiento con don Pedro, cuando ya las acusaciones de crueldad y tiranía servían para atraer partidarios a su bando. Probablemente la idea del asesinato apareció en su mente como única solución, aunque no sabemos en qué momento. Desde luego ya era clara la noche en que, según todos los cronistas mediante un engaño, consiguió atraparle y matarle. A partir de ahí debió enfrentarse directamente al hecho, y justificarlo.

Justificar un regicidio era algo tan difícil como inusual en el siglo XIV. El asesinato de un monarca era ilícito; pero la propia muerte del rey, ya fuese accidental, en combate, por enfermedad o natural, constituía un suceso traumático. Las epidemias, guerras y hambrunas de la baja Edad Media habían hecho de la muerte una presencia constante; y paralelamente se forjaban una serie de ideas en torno a la etapa posterior: la salvación del alma, la existencia del Purgatorio, la espera del Juicio Final,… Profundamente sumergidos en la mentalidad cristiana, los hombres de la Edad Media consideraban la vida en la Tierra un período de prueba en el que se decidía el destino eterno. Daban una extraordinaria importancia a la llamada “buena muerte”, esto es, morir en paz, habiendo confesado, teniendo la conciencia limpia, el perdón de los vivos, el espíritu preparado para el viaje al Más Allá. Pero también después de la muerte el difunto necesitaba ayuda en su camino; de ahí los largos testamentos, encabezados por invocaciones, cargados de encargos. Se destinaban bienes y dineros a obras de caridad, misas y rezos para expiar los pecados y ganar la salvación. De este modo los muertos no se iban del todo, y su memoria quedaba entre los vivos. Paulatinamente fue haciéndose más importante que dicha memoria se cuidase, y así surgieron las estatuas de las urnas funerarias, cada vez más cercanas al retrato, y la institución de capellanías, para que los religiosos rezasen por el alma del difunto. El lugar de enterramiento cobraba también gran importancia, pues las gentes preferían ser enterradas en iglesias, monasterios o conventos. Y, si todo esto era importante para un mercader o para un noble, lo era mucho más en el caso de los reyes.

Emilio Mitre señala, en relación a la muerte de los monarcas bajomedievales, que “la especial forma como se ha percibido ese trance (…) implica también una referencia a la memoria que sobre un determinado personaje se ha forjado. Estaríamos así hablando de una suerte de fabricación de la muerte a la medida del recuerdo inmediato o mediato legado por el difunto. O a la medida de unos particulares intereses ideológicos”[1]. Si, de algún modo, la muerte del rey se elaboraba a posteriori, en el caso de don Pedro dicha elaboración ha de resultar, cuando menos, sospechosa, por cuanto obra de sus enemigos. La oscuridad en que se sumergen los últimos meses de vida del monarca, su asesinato y el destino de sus restos mortales no son casuales ni accidentales. A lo largo de más de setenta años el cadáver de Pedro I no contó con un enterramiento digno de su rango; paralelamente, en ese período se construía la Capilla de los Reyes Nuevos de la catedral de Toledo, destino final de los primeros Trastámara. Si justificar el regicidio requería un complejo programa propagandístico, eliminar la memoria del monarca requería hacer desaparecer su rastro, condenarle al olvido, desterrar su recuerdo y, también, sus restos mortales.

Esta condena de la memoria constituye la base del presente estudio. Por ello no entraremos a analizar las circunstancias del regicidio[2], sino que nos centraremos en tratar de, si no desvelar, exponer y analizar las incógnitas que rodean al destino final de sus restos mortales. Para ello cobra especial importancia saber, antes de nada, cuál fue su primer destino; es decir, en qué lugar exacto debemos ubicar el lugar en que Pedro I fue asesinado. Tradicionalmente dicho lugar se viene identificando con la localidad de Montiel, en Ciudad Real, tomando como base las diferentes crónicas que así lo indican. Repasaremos detenidamente cada uno de estos escritos tratando de reconstruir los últimos movimientos de don Pedro, averiguar cuál fue el tratamiento dado a su cadáver, y qué ocurrió después. Hemos de decir, de antemano, que la escasez de fuentes para este tema es tan frustrante como significativa: la importancia que para Enrique II tuvo en su día ocultar los hechos está directamente relacionada con su programa de eliminación de la memoria de don Pedro. Queda por saber si hubo otros que, desde el bando petrista, pretendieron hacer todo lo contrario.



[1] Emilio Mitre Fernández, Una muerte para un rey: Enrique III de Castilla (Navidad de 1406), Universidad de Valladolid - Ed. Ámbito, 2001, p. 14. El autor distingue muerte para un rey y de un rey: la segunda recogería los detalles que rodearon el evento, las circunstancias que provocaron el fallecimiento, la descripción de la liturgia, etc. Las frases citadas se refieren a la primera.

[2] Varios autores lo tratan, pero recomendamos en especial la lectura de Juan Bautista Sitges, Las mujeres del rey don Pedro, pp. 455-473.