miércoles, 1 de octubre de 2008

LA TUMBA DE DON PEDRO

LA TUMBA DE DON PEDRO

Desde el “Campo de Montiel” hasta el “Campo de Alcocer” hay una treinta leguas castellanas de distancia. Entre ambos se extiende el “Campo de Calatrava”, donde se yerguen todavía el viejo y el nuevo castillo y convento magistral de la Orden. La Puebla de Alcocer se extiende al pie de una sierra que coronan las almenadas murallas de una fortaleza que como la próxima, de Herrera del Duque, semejante en traza y situación, pertenecieron a la casa de Béjar. La población es alegre, blanca, dominando la extensa llanura extremeña, y la rodean olivares con sus enclavados de naranjos y limoneros. La Iglesia parroquial se compone de tres cuerpos yuxtapuestos y, aunque recompuesta y deformada, se adivinan en ella las trazas del gótico mudéjar enladrillado, en ojivas y ventanales. Se conserva aquí la tradición del regio enterramiento sin que pueda precisarse el lugar exacto del mismo, suponiéndose que fuera bajo un arco adosado al muro lateral. El rey fue muerto en Montiel, en 1382 y la leyenda dice que, durante cierto tiempo, su cuerpo estuvo expuesto en las barbacanas de la fortaleza manchega entre unas tablas y aún que se le decapitó para mostrar su cabeza a los partidarios remisos que le quedaban.

¿Estuvo enterrado en la Iglesia de La Puebla durante más de medio siglo el cuerpo de don Pedro de Castilla?  Es un misterio no aclarado todavía. Dícese que desde Montiel quiso alguno de sus descendientes o quizá los propios Trastamara trasladarlo a Sevilla y se interrumpió el cortejo en este poblado. De aquí lo sacó, en 1447, doña Constanza, su nieta, abadesa de Santo Domingo el Real, para llevárselo a su Monasterio madrileño. Labráronle un sepulcro y, mucho después, los Reyes Católicos levantaron otro más suntuoso, con su estatua orante, que hoy puede verse en el Museo Arqueológico Nacional. La Reina Isabel tuvo un decidido empeño en rehabilitar la memoria del último Rey legítimo, quizá para compensar el origen fratricida de la accesión de su rama –ilegítima- al trono de Castilla y León. Pero ¡qué difícil por no decir imposible empeño!

Se ha tratado de acentuar lo justiciero, lo valiente, lo esforzado de las acciones del hijo de Alfonso XI. Leídas las crónicas de los contemporáneos, empezando por la magistral de López de Ayala, que le fue leal mucho tiempo, la figura de don Pedro tiene un saldo negativo que ni la excusa de las costumbres de la época, ni la desenfrenada y traidora ambición de los bastardos de doña Leonor de Guzmán, puede justificar, ni siquiera explicar, Don Pedro era un vesánico, con manía persecutoria, refinado en el crimen, perturbado hasta la crueldad, ensañándose con familiares, amigos, parientes, mujeres, arzobispos y con su propia esposa legítima, a la que también asesinó. Una escuadra de forajidos profesionales, algunos de cuyos nombres ha guardado la Historia –Juan Diente, Gonzalo Recio- repartían los mazazos mortales, empuñaban las dagas homicidas o administraban las hierbas venenosas. El frenesí de la sangre le conducía a un morboso paroxismo. En los últimos años de su reinado, el terror que inspiraba era tal que las ciudades temblaban de su cercanía y le fueron abandonando hasta dejarlo prácticamente solo en la jornada de Montiel, con los moros de Granada como únicos mercenarios fieles. En la dramática escena de la pelea fratricida es casi seguro que los soldados o escuderos que acompañaban a Trastamara tomaran parte en el magnicidio, puesto que el conde era pequeño de cuerpo y don Pedro mucho más alto y fuerte. Fue, pues, el Rey don Pedro el único monarca español que murió a manos de sus súbditos, a los treinta y cuatro años de edad y diecinueve de su reinado.

Era –dice don Pedro López de Ayala- asaz grande de cuerpo y blanco y rubio y ceceaba un poco en su hablar. Dormía poco. Fue mucho amador de mujeres. Fue muy gran guerrero. Fue muy codicioso en allegar tesoros y joyas. Y mató el dicho rey don Pedro muchos en su reino; por lo cual le vino todo el daño que avéis oído...” ¿Hasta qué punto el conflicto psicológico no le llegó ya de su propia madre la Reina portuguesa en el ambiente infantil en que se criaba, mientras el Rey Alfonso, su padre, vivía holgando con doña Leonor de Guzmán? Los odios almacenados debían ser gigantescos. La Reina viuda no paró hasta ordenar el asesinato de su rival, la Guzmán, en Talavera, y despertaría en el ánimo del adolescente un mundo de resentimientos contra los hermanos bastardos: don Enrique, don Fabrique, don Fernando, don Tello, don Sancho, don Juan, don Pedro, doña Juana. Pero él, a su vez, crearía otro monumental desorden en su reino al repudiar a su mujer legítima, doña Blanca de Borbón, y encerrarla en diversos castillos hasta consumar no el matrimonio, sino el parricidio.

Tuvieron con ello motivo suficiente las ciudades, los nobles, las corporaciones, los familiares, la Iglesia, de reclamar ante él por tan bárbara anomalía. Su terca obstinación no conoció, sin embargo, obstáculos. Quiso imponer dos reinas ilegítimas a sus estados: doña Juana de Castro y doña María de Padilla. Y hacer a las hijas de esta última y al hijo de doña Juana herederos de sus reinos. A doña Juana, sin embargo, la abandonó también. La hermana de ésta era la memorable Inés de Castro, la que reinó en Portugal después de morir, en la espeluznante escena que han conservado la leyenda y la Historia. Nuestros clásicos aprovecharon la estela de episodios del último Rey legítimo para escribir dramas y comedias de tipo anecdótico y popular sobre su figura. Shakespeare hubiera encontrado en estas sombras de nuestro pasado materia digna de la mejor de sus tragedias. Las pasiones y los vicios; la corrupción extrema de la sociedad; el choque de las ambiciones; la brutalidad arcaica de los métodos utilizados otorgan al reinado entero un friso de patética grandeza, teñida de horror infrahumano. Dicen que el siglo XIV fue así en todas partes: en Aragón y en Navarra, con Pedro y Carlos el Malo, y en Francia y en Inglaterra. Puede que sea verdad, pero en ese caso ¿qué pensar de los que evocan la Edad Media como utópica era de la historia europea, en la que las esferas divina y humana –la Iglesia, la Monarquía, la nobleza, el Estado llano- se compenetraban en una concertación de actividades espirituales y materiales que habría que añorar por su equilibrio y perfección?

La verdad es otra. A tientas caminaba la Castilla del trescientos en medio de la desaforada arbitrariedad del poder. Todo era oscuro y sangriento y el reino estaba dividido contra si mismo. Los magnates levantaban la cabeza de su feudalismo incipiente, dispersando la cohesión nacional. Contra el moro residual de Granada cabía hacer la unidad militar para culminar la Reconquista, pero el hecho fue que se tardó siglo y medio en acabar con lo que ya era sino un Estado vasallo del reino cristiano, sin verdadera capacidad ofensiva.

Los Trastamara llevaban en su ánimo el recuerdo del crimen original. Malas son las bastardías cuando se cruzan en el camino de la legitimidad. Saint Simón dijo sobre estos palabras definitivas. Y los “______ nuevos” de la catedral de Toledo quisieron de alguna manera borrar el turbio arancel de su poderío o pallar la _________. Vino primero la “campaña de opinión”  para desmitificar el tirano, al que llamaban las _______ “Perogil” tomando a ____ota su ferocidad ya ante____. Achaque de todos los despotismos caídos equivalente a las películas de Charlot o de _____ Guinness sobre Hitler.  Pero junto a ello, mandaban rogar por el alma del odiado hermanastro. Don Enrique lega al monje un caudal para levantar un monasterio franciscano en el mismo Montiel que recoja los restos de  Don Pedro y le digan misas sin cesar, convento de nunca se edificó, al parecer, en la Puebla de Alcocer había, según dicen, cuatro capellanes mientras duró allí el enterramiento regio decían preces incesantes para redimir su alma de tanto crimen como llevaba a cuestas. Los frailes de El Paular, monasterio de los Trastamara,  tenían el encargo de ofrecer sus rezos  y penitencias por la salida del purgatorio del vencedor de Nájera, cuyo repostero mayor en la corte era un sevillano de gran linaje que se llamaba don Juan Tenorio, nombre predestinado a servir en esta ocasión de compañero q quien iba a encarnar la incontinencia amatoria también descrita en el “Victorial” por Gutiérrez Díaz de Gómez: “A cualquier mujer que bien le parecía –non cataba que fuera casada o por casar-  todas las quería para sí, non curaba cuya fuese”.

Enorme fue el daño que hizo a la corona la anormal personalidad del rey. Sin esa evidente deformidad moral no hubiese sido verosímil que el bastardo primogénito de la Guzmán encontrase los apoyos que encontró en las ciudades, en la nobleza y en el alto clero, y que pudiese –después de la aplastante derrota de Nájera a manos del príncipe de Gales- tornar a las tierras castellanas desde su exilio francés, levantar campañas, obtener subsidios y lanzas y milicias dispuestas a servirle. Era una deslealtad  en masa de los castellanos hacia Don Pedro la que beneficiaba a don Enrique. Ya como escribió Graham Greene sobre la infidelidad política: “Si hay virtud en la deslealtad es porque el hombre piensa que se comete en el servicio de una lealtad mayor”. En este caso  era el provenir y la salvación de los reinos de Castilla que protagonizaba  el conde de Trastamara, y eso que la condición humana de éste, no era precisamente ejemplar. Tenía, eso sí, obstinada fijeza en conseguir el trono que no le correspondía y para ello no vaciló en buscar las alianzas más injustificables, como la que le ligó mucho tiempo con la reina viuda, doña María, que acababa de ordenar el asesinato de su propia madre, doña Leonor de Guzmán. Fue contemporizador  y débil para ofrecer una imagen antagónica del reinado precedente y también para atraerse apoyos o, al menos, neutralizar las hostilidades de las fuerzas que en el reino podían poner en tela de juicio la nueva dinastía habiendo –como había-  herederos legítimos del rey Alfonso, en Portugal y en Aragón.

Lo mejor de los Trastamara, lo que justificó “a posteriori” el tremendo suceso fue una mujer del linaje,  Doña Isabel, la Reina Católica. Ella se percató del problema en su conjunto  y mando respetar la memoria, poco respetable, del último rey legítimo, mientras ponía en los grupos sociales de sus dominios enérgico remedio y orden estricto para abrir sus reinos a la era moderna.   

Don Pedro hizo un último viaje desde Madrid, a finales del siglo XIX. Marchó en tren rápido a Sevilla en la rejilla de un vagón de primera clase, o,  mejor dicho, viajaron sus restos, rescatados de Santo Domingo el Real, camino de su última panteón, en la capilla de los reyes, metidos en un pequeña caja, en enero de 1877, para que se cumpliese sus postreros deseos: descansar en la ciudad  que más le gustaba de todo el reino y que fue testigo de sus amores, sus justicias y sus atrocidades. 

Tal es el comúnmente admitido itinerario y paradero final  de  los despojos del Rey Don Pedro de Castilla. Mas ¿corresponde ello a la realidad histórica? O ¿está en otro lugar la autentica tumba de don Pedro?

 

José María de AREILZA



Artículo publicado en ABC, 4 de marzo de 1973